18 diciembre, 2005

Crónicas navideñas: por qué odio los villancicos

La Navidad tiene, como todo, cosas buenas y otras no tanto, y también como todo lo que pertenezca a uno u otro grupo dependerá del opinante de cada momento. Por ejemplo, mientras que a mucha gente le da pánico, disgusto y arcadas varias la obligación de ver y reunirse con los familiares a mí me gusta encontrarme con los que veo menos a menudo, sean familia o viejos amigos.

También disfruto del consumismo propio de estas fechas, ese ejemplo elevadísimo de civilización que es hacer y recibir regalos aprovechando para ello una excusa y una tradición cuyo origen sea más o menos cercano a nosotros; por ejemplo: sin ser creyente me parece estupendo aprovechar el día de reyes para gastarse un dinerito y, en resumen, engrasar un poco más la maquinaria del capitalismo.

Las comidas y las bebidas excesivas propias de estos días no están mal, un tanto peligrosas para la línea pero tampoco es que me preocupe demasiado por eso; la decoración navideña de las calles ni molesta ni emociona, cualquier cosa se puede soportar, además, después de haber visto el espanto lumínico – arquitectónico que perpetró nuestro alcalde para la boda del principito.

Los belenes me parecen una tradición hermosa, no importunan a nadie e incluso recuerdo lo divertido que era hacerlo cuando era niño (sí, lectores, pásmense ustedes: yo hace tiempo llegué a ser niño…) con el musgo que habíamos recogido previamente en alguna de las sierras que rodean Benivente.

Pero hay algo de las Navidades que, sinceramente, no puedo soportar: los villancicos. Bueno, si he de ser justo no todos: no dejo de disfrutar de la “Blanca navidad” de Bing Crosby o con Frank Sinatra cantando “Let it snow” e incluso me descojono muy a gusto con "El tamborilero" de Raphael, ese genio de la comedia al que algún día se hará justicia; sin embargo la mayor parte de los villancicos que escucho me parecen minuciosamente detestables, qué quieren que les diga.

Incluso esos clásicos excelentes nos reservan momentos de espanto con las versiones de organillo Casio de principios de los ochenta que se oyen por la calle gracias a las “deliciosas” decoraciones de lucecitas navideñas que algunos vecinos cuelgan de sus balcones y que repiten machacona e inmisericordemente unos cuantos acordes muy conocidos de algún villancico famoso, pero con un sonido electrónico espantoso que nos recuerda a los más baratos teclados ochenteros.

No obstante, el paroxismo del horror llega con las malditas voces blancas: cada vez que escucho un villancico entonado por una cuadrilla de inocentes galopines me entran unas terribles ansias de cometer una heroicidad, es decir, de someterles a degollina como en los mejores momentos de Herodes. Puede que parezca un poco extremo, pero siempre he pensado que los niños deberían tener terminantemente prohibido cantar y, en caso contrario, que se atengan a las funestas consecuencias.

Sin embargo, mi peor pesadilla musical navideña no fue producto de la Escolanía del Escorial sino de algo al mismo tiempo parecido y completamente diferente. Les cuento: en cierta ocasión y cuando la que hoy es mi mujer todavía no lo era y vivía en Valencia me fui a verla en tren con motivo de estas entrañables fechas. Hace ya algunos años de ello y los trenes no habían alcanzado determinados refinamientos de la civilización, así que en lugar de disfrutar de un hilo musical individual y discreto todos gozábamos de idéntico manjar sonoro: los villancicos más tradicionales en las encantadoras voces de los pitufos.

Para que no hubiese dudas sobre la intensidad del espíritu navideño que recorría las venas del responsable del tren (que no sé si sería el maquinista o el comandante, como en los aviones) la “música” (nótese el matiz de ironía) estaba puesta lo que vulgarmente se conoce como “a todo trapo”: literalmente a un nivel que impedía mantener una conversación si no era a gritos, imagínense por tanto lo imposible que resultaba leer o realizar cualquier otra actividad que requiriese un mínimo de concentración intelectual…

Pensaba yo que el interludio musical sería una forma de amenizar la espera en la estación y la llegada de los viajeros hasta que el convoy se pusiese en marcha, pero cuál no sería mi sorpresa cuando el tren abandonó la estación de Atocha a con los pitufantes sones a toda marcha. El momento no puedo ser más desmoralizante.

Lo más sorprendente de la situación era que ante esa avalancha de navidades pitufas nadie parecía sorprenderse, es decir, los restantes viajeros asumían aquello como si fuese algo normal, lo cual sólo contribuía a aumentar mi cabreo y a recortar drásticamente mis reservas de paciencia (que, dicho sea de paso, tampoco es que sean muy abundantes).

Finalmente, y ya a la altura de Alcázar de San Juan, me dirigí al revisor (entonces todavía no había azafatas, según voy recordando me doy cuenta de que eran otros tiempos) y le dije en un tono lo más educado que pude, que no obstante debió de ser bastante cortante ya que a esas alturas el disco había empezado de nuevo y yo estaba a punto de estallar, que por favor quitasen la música o, al menos, redujesen el volumen.

Al poco mis ruegos fueron escuchados (Allah es grande) y la pitufada dio a su fin, con lo cual me puede regodear en el chucuchucuchú chacachachá del tren y, controlando de nuevo todo mi ser, me dirigí a la cafetería a tomarme algo. Miren ustedes por donde que allí me encuentro con dos empleados de RENFE uno de los cuales le devuelve una cinta al otro:

- Toma la cinta y guárdatela.
- ¿Y como es que la habéis quitado?
- Nada, algún pesado que se ha quejado.
- La gente como es.
- Desde luego.

Desde luego…

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