10 octubre, 2004

Gauguin y, por supuesto, Van Gogh

He estado esta mañana en el Museo Thyssen viendo la exposición sobre y Paul Gauguin. La muestra, muy bien montada, incluye no sólo obras del pintor francés sino otras de los autores que le influenciaron (por ejemplo, Pissarro, Cézanne) o a los que él influenció.

Hay cuadros fantásticos del propio Gauguin o de Pizarro, pero destacan sobre todos cuatro maravillas de Van Gogh que llaman la atención de una punta a otra de la sala. Uno de ellos, La silla de Paul Gauguin, me ha pillado totalmente desprevenido, no sabía que había obras del holandés en la exposición y, al verlo, me ha puesto los pelos de punta.




Otro, ubicado en la misma sala, La arlesiana, era el retrato de una mujer y llamaba quizás menos la atención en la distancia, pero su fondo de un radiante amarillo era, por sí mismo, una obra maestra que podría mirarse durante horas.





Los cuadros de Van Gogh tienen una fuerza completamente especial, puede haber cuadros más bellos pero hay muy pocos con la intensidad creativa de los suyos, una fuerza que, al menos en mi caso, te impacta de manera totalmente distinta de lo habitual cuando lo contemplas y sientes la forma compulsiva, irrefrenable con la que fue pintado. Cuando veo los cuadros de Van Gogh pienso que estaba loco, porque no pueden ser obra de alguien cuerdo.

Bendita locura, bendito Van Gogh.

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