Hay dos facetas de la conducta humana que, sin realmente tener porqué, suelen convertirse en una pequeña pero mortificante tortura: hacer regalos y recibirlos. Sí, ya sé que un buen regalo es sinónimo de cariño y atención y que está muy bonito eso del amor entre seres humanos y la confraternización alrededor de las crepitantes llamas de una chimenea, como en el “Last Christmas” de Wham!, pero todos sabemos que la realidad es bien distinta: la realidad está formada por un infierno de corbatas, pañuelos, calcetines, errores y dudas existenciales que ríanse ustedes del séptimo círculo del dantesco averno o del metro de Tokio a las ocho de la mañana, el acabose, vamos.
Porque frente al asunto de los regalos uno puede encontrarse a ambos lados del problema (pero siempre es un problema), bien tener la obligación de hacerlo bien la “suerte” de recibirlo, el éxito en ambas tareas dependerá de múltiples factores como la imaginación que sepamos desplegar y, muy especialmente, nuestras dotes teatrales, completamente imprescindibles tanto para apechugar con el evidente fracaso que cosechará nuestro foulard a topos como mostrar un inusitado (y supongo que inesperado) entusiasmo por la corbata de topos (misteriosamente a juego con el foulard de marras) y el cedé de Il Divo (por cierto, aprovecho para maldecirles a ellos y a las próximas catorce generaciones de sus descendientes).
El problema de los regalos alcanza sus más altas cotas en esas sesiones de terapia colectiva que son los llamados “amigos invisibles”, habituales entre grupos de amigos o colectividades no muy amistosas como compañeros de empresa y demás. Supongo que saben ustedes el procedimiento: se hace un sorteo secreto y a cada persona le toca alguien a quien reglará algo, habitualmente por un valor que se decide de antemano.
Normalmente nuestra suerte en estas vicisitudes es poco menos que lamentable: o nos toca la hiperpija a la que da lo mismo lo que le regalemos porque o nos vamos al Cartier de oro o le parecerá una mierda, así que estamos jodidos; o la pseudomonja que parece que el único complemento que usa es un rosario de cuentas hecha del madera de rosal de Tierra Santa, con lo cual jodidos estamos. En el primer caso más vale abandonar toda esperanza en el segundo finalmente usaremos la táctica del “como no tienes” que es comprar algo que nunca hemos visto que la interfecta use con la excusa de que es probable que no lo use porque no lo tenga, cuando en el fondo sabemos que la realidad es justo al revés: no lo tiene porque no lo usa.
En ocasiones la “solución” viene de esas maravillosas tiendas de regalos moña para la casa y la cocina, con mucho diseño y con todavía más precio, pero ahí el riesgo de repetirse es todavía más aterrador: no hay regalo más tonto que la segunda raclette, especialmente porque lo más probable es que la primera sólo se haya usado una vez y para invitar por compromiso al que la regaló. Las fondues son otro peligroso ocupador de espacio cuyas versiones de diseño tienen un espectacular éxito en el mundo del regalo inversamente proporcional su aprovechamiento práctico una vez en el hogar.
En definitiva, no hace falta ni que lo intenten, hagan lo que hagan la van a cagar, así que lo más importante es tener mucho cuidadito en no perder el ticket, asegurarse de que la tienda admita devoluciones… y rezar para que su propio regalo también se pueda cambiar.
22 octubre, 2005
El problema de los regalos
Posted by Unknown at 8:58 p. m. Menéame
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario