13 agosto, 2005

Crónicas veraniegas: la siesta

No podía faltar en esta serie de artículos caniculares a la que nos estamos dedicando en este mes de agosto una mención y homenaje a esa obra cumbre del pensamiento, la filosofía y el savoir affaire hispano; ese legado que es, junto con nuestra lengua, la máxima contribución que ha dado al mundo este pequeño país que por ahora sigue llamándose España. Estoy hablando, como no, de la siesta.

Si bien podemos demostrar su validez durante todo el año la siesta llega a su cenit placentero en el verano, ocupando esas horas tras la comida en las que el calor en máximos no da pie a otra cosa y recargándonos la energía que no logramos recuperar por la noche con los calores, las salidas y lo que podríamos denominar la vida por las terracitas.

Hay varios tipos de siesta que se dividen en dos grandes grupos: las de sillón o sofá y las que ya se juegan en la cama, cosa mucho más seria y a la que hay que tener enorme respeto. Dentro de éstas últimas cabe destacar sin duda las denominadas “de pijama y orinal”, que son algo así como las siestas de destrucción masiva y con las que hay que manejarse con cuidado porque uno puede despertarse completamente desconcertado, sin saber si es de día o de noche ni donde está ni como se llama, una sensación muy proustiana, pero no demasiado agradable.

En los sillones o los sofás disfrutamos de siestas míticas como la del obispo, que desarrollamos sentados en un sillón en majestuosa pose episcopal; la del borrego, que es la que se hace antes de comer en lugar de después con la barriga llena; o la de la cucharilla, en la que la pequeña cuchara con la que acabamos de remover el azúcar del café nos sirve de testigo de que hemos perdido excesivamente el conocimiento.

No menos míticas y memorables son también las siestas televisivas en las que una programación adecuada nos acompaña en ese duermevela en el que sin estar despiertos vamos oyendo interesantes datos sobre las costumbres de la marmota australiana en el documental de la dos o, en el colmo del virtuosismo siestero, abrimos los ojos justo un par de kilómetros antes del sprint de una etapa llana del tour.

Como todo, las siestas son cuestión de gustos y cada individuo se adapta y busca lo suyo. Personalmente lo que más me gustan son las siestas que yo denomino de “tres diez minutos”: diez para entrar en el sueño, otros tantos en los brazos de Morfeo y, por último, diez más para volver al mundo de los despiertos.

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