15 agosto, 2005

Crónicas veraniegas: el bricolaje

Uno de los fenómenos que propicia el desplazamiento de los urbanitas a sus lugares de vacaciones es la aparición de esa plaga bíblica llamada bricolaje. Y es que como ya decíamos por aquí hablando de otro tema las segundas residencias son una especie de campo virgen para la ñapa en el que todo está por arreglar, apretar o modificar. Este desbarajuste doméstico se une a la conjura de los servicios de reparación en los pueblos (véase electricistas, fontaneros, pintores y demás) para que, impulsado además por las hembras a su alrededor, el ejemplar macho del homo sapiens urbanita se arremangue y se ponga a reparar.

Porque el bricolaje de verdad, queridos lectores, no es esa especie de sueño inverosímil que nos venden unos muchachotes muy lozanos en televisión que un día te dicen como hacer un horroroso cubremesa de jardín y a la semana siguiente, ayvalahostia, construimos en un pispas un estadio olímpico, pues. El verdadero bricolaje es, como digo, el marrón de arreglar algo en la casa del pueblo, montar un mueble en el espacio más inverosímil o tener que reparar la lámpara sin saber como funciona eso de la luz eléctrica.

Hay hombres, cosas veredes, a los que les gusta el bricolaje y que nos muestran con orgullo de macho dominante de la manada los muebles que han montado o las ñapas con la que han sacado un pequeño armario de ese rincón de la casa en el que no cabía nada. Habitualmente los resultados son deplorables (si bien hay excepciones cuya existencia no podemos dejar de admitir) pero aun así provocan en sus causantes una especie de extraño orgullo viril de reafirmación de su masculinidad.

Es más, incluso aquellos que consideramos al bricolaje casero como una ominosa rotura del sagrado principio de la división del trabajo ronroneamos orgullosos como gallos de pelea al contemplar la forma impecable en la que hemos desarrollado tareas de la dificultad y el potencial de la instalación de una bombilla, por ejemplo, y por unos segundos nos sentimos verdaderos iconos de la hombría occidental, cual tarzanes en Nueva York.

No se dejen engañar, no son más que cantos de sirena cuyas consecuencias son el sudor, la incomodidad, un esfuerzo que no haríamos ni a cambio de dinero y, sobre todo, soportar durante años que la lámpara, la puerta o la cisterna de los cojones nunca acaben de funcionar bien hasta que, cautivos y desarmados, llamamos a un profesional que en cuanto abre el artilugio nos abate con demoledora eficacia:

- Esto lo ha hecho alguien que no tenía ni puta idea.
- Vaya usted a saber, es que hay mucho ñapas por ahí.

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