05 agosto, 2005

Crónicas veraniegas: ruiditos, ruidos y estruendos

Una de las más importantes razones que uno puede tener para abandonar la deliciosa vida de las ciudades modernas (sí, deliciosa, rata urbana que es uno) es el tema del ruido, argumento que se eleva a categoría si estamos hablando de Madrid, la meca de todos los contratistas de obras que en el mundo son y algo así como la Olimpia de los manipuladores de martillos neumáticos.

Uno se va al campo, como digo, porque en el campo no hay ruidos. En el campo puede, pero en el pueblo… ¡quía! el pueblo es una infernal máquina de crear ruidos, perfectamente engrasada para molestar al máximo y, si le dejan, un poquito más. Vamos a hablar de algunos de estos sonidos.

El principal y más notable, el más perfecto de todos, es el que generan esas máquinas infernales denominadas “mulas mecánicas”, unos trastos creados para el trabajo en el campo pero cuya verdadera utilidad es dar por culo al vecindario. Se mueven con unos motores extremadamente sonoros que les permiten desarrollar velocidades alrededor de los 30 kilómetros hora y dar la sensación de que van a despegar hacia la ionosfera de un momento a otro, pero lo más satánico de su ser es el sistema de encendido que, al menos en los modelos antiguos, era algo dificultoso: había que enrollar una cuerda y tirar violentamente, con lo que los simpáticos propietarios prefieren dejar el motor en marcha (atronando por doquier) cuando se detienen a realizar importantes misiones como, por ejemplo, tomarse un carajillo en el bar.

La habilidad de la mulas para pasar justo por debajo de la ventana en el momento culminante de la película que estamos viendo (en la escena en la Poirot nos dice quien es el asesino, por ejemplo) es un misterio místico sólo comparable al hecho de que a sus dueños no les cueste mantener conversaciones por encima del estruendo que ellos mismos provocan.

Otra plaga muy del pueblo ha sido durante años la moto con tubarro de escape trucado, que no elegía para sus apariciones los momentos estelares, como las mulas mecánicas, sino que prefería una táctica extensiva: estaban todo el puto día dando vueltas. Afortunadamente la caída de la natalidad y la lógica migración de los aguerridos macarrillas moteros al Seat León TDI han mitigado mucho esta pandemia.

Luego están los ruidillos provenientes de pequeños problemas domésticos. Las casas de los pueblos que sirven como segunda residencia vacacional ni están tan bien equipadas como los pisos en los que vivimos ni tan perfectamente cuidadas, dada la ausencia de los propietarios y el infierno pseudo burocrático que supone tratar en el pueblo con el fontanero o el electricista, así que siempre hay algo en nuestra casa o en la de al lado (una cisterna, una lavadora…) que funciona a medias y suena como los motores del Concorde, sólo que de una forma constante y rítmica que sería capaz de convertir a Job en un asesino en serie.

Además está la gente, la amistosa y entrañable gente de las aldeas que gusta de discutir los pormenores de la actualidad pueblerina en mitad de la calle (o más bien junto a tu ventana), a grito pelado y horas totalmente contraproducentes de la mañana (un poquito de por favor, señora, que son las ocho y estamos de vacaciones).

Por último podemos hablar también de los entrañables sonidos del campo: el perro que ladra en la lejanía a las 4 de la madrugada, el mosquito que se nos ha metido en el cuarto y zumba a nuestra oreja y, sobre todo en estos calurosos meses de agosto, las cabronas de las cigarras que se pasan las 12 horas de sol cantando y tengo ya el soniquete metido en el cerebelo.

Ah, la vida campestre… tan tranquila.

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