25 agosto, 2005

Crónicas veraniegas: sudor y olor

Subí la otra mañana en el ascensor de mi propia casa y éste me recibió con una bofetada de un olor agrio, espeso y contundente. Lo sorprendente de la situación era que el ascensor estaba vacío, así que no me encontré con el “culpable” del hecho, pero me sorprendí de la ferocidad con la que el muy cabrón emitía sus feromonas dejándolas en el aire, como el amor, incluso minutos después de su paso por el reducido espacio de la cabina.

Sólo había dos explicaciones posibles: o bien el tío emitía unos efluvios más allá de todo lo humano, lo divino e incluso lo infrahumano, o bien no sólo olía como una mofeta sino que también se restregó desnudo por las paredes para marcar su territorio. En cualquiera de los dos casos el tema era de una nauseabundez tal que durante un segundo habría preferido que hubiesen rociado el ascensor de gas mostaza, cuyo nivel de toxicidad no debe ser muy superior al de los vapores a los que me veía expuesto.

Una vez recuperada con normalidad la capacidad respiratoria (aproximadamente una hora después) el acontecimiento me hizo reflexionar sobre otra de las plagas veraniegas a las que tenemos que enfrentarnos los habitantes de las grandes ciudades: la multiplicación del sudor y todo lo que ello conlleva en aquellas personas que no disfrutan de los niveles mínimos de higiene personal.

Y es que hay pocas cosas peores que un sobaco recalentado por días sin acercarse a los beneficios de la acción conjunta del agua y el jabón, situación que se agrava en el verano por dos razones: el obvio aumento de la sudoración, casi inevitable en el ser humano; y ligereza de los atuendos que sitúa la glándula emisora sobaquil a sólo una pequeña tela de nuestra pituitaria.

Siempre me he preguntado que impulsa a la gente a faltar a su cita diaria con la ducha, obligación higiénica que es además un placer como pocos en este mundo (hace unos años y tras una pequeña operación que me tuvo 15 días limpiándome como un gato recuerdo la primera ducha como un placer tan descomunal que me daba la sensación de estar infringiendo la ley), por más vueltas que le doy no puedo encontrar qué problema puede haber en ello que imponga a alguien los severísimos regímenes de alejamiento de la limpieza que algunos ocupantes del transporte público nos muestran alegrándonos las mañanas. Hay quien dice, es cierto, que ducharse en exceso es malo, supongo que según esos teóricos una capa de costrilla generalizada prevendrá de las picaduras de los mosquitos y mantendrá la humedad, como los baños de barro de los hipopótamos, pero personalmente doy bastante poca credibilidad a esas opiniones porque una cosa es que la razón la tenga el porquero de Agamenón y otra muy distinta que la tenga el propio puerco…

Por último se nos presenta a este respecto un interesante debate sobre las libertades individuales y sus límites, porque quizá uno sea muy libre de no limpiar su propio cuerpo pero, ¿somos libres de apestar al prójimo? ¿Hemos de sufrir como prójimos de un guarro el mareante olor agridulce de su sobaco reconcentrado? ¿Es más molesto y cancerígeno el humo de un cigarrillo que el efluvio de un colega que lleva quince días sin enjabonarse?

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