Hay que reconocerlo: cual “anakines escaiualquers” de andar por casa todos tenemos un lado oscuro más o menos desarrollado que nos hace disfrutar de pequeñas dosis del mal ajeno. Obviamente no estoy hablando de desear que al vecino se lo coma una pitón, pero hay detallitos en los que el dolor del prójimo nos produce una pasajera y culpable sensación de placer.
Por ejemplo, no me negarán ustedes que se les abre la válvula pilórica del gustirrinín cuando, tras haber encontrado un hueco para aparcar el coche después de un buen rato de infructuosa búsqueda se les acerca otro automovilista visiblemente hasta los cojones y les pregunta si van a salir. Normalmente se sonríe como con benevolencia y se responde: “No, lo siento”, pero en nuestro interior estamos gozando de un “¡¡A que jodeeee!!???” que nos llena de satisfacción.
Otra situación en la que lo peor de la naturaleza humana sale gozosamente a flote es cuando alguien se pega un leñazo por la calle, ya sé que es una escena demasiado tópica y de película muda, pero que levante la mano el que no se haya reído nunca al ver a un conciudadano caerse en una zanja. Obviamente, somos malos, pero no malvados, así que si la dimensión de la “yoya” es excesiva pronto nos avergonzamos de nuestra propia risa y acudimos en socorro del malparado viandante.
Más: ¿quién no ha sentido un desproporcionado placer difícil de disimular cuando el niño ese que lleva media hora berreando alrededor de las mesas del bar da con su boca gritona al suelo obligando a sus padres a hacerle caso de una puta vez y dando descanso al club de admiradores de Herodes en que se había convertido la terraza, otrora lugar de solaz y descanso? Sí, ya sé que es solo un niño pero cuando tiene la capacidad de molestar de un regimiento de húsares la Convención de los Derechos del Niño pasa a un segundo plano.
Internet es otro de los espacios en los que nuestra maldad encuentra acomodo de vez en cuando, principalmente a través de vídeos o archivos sonoros en los que, por ejemplo, a un ciclista macarra no le sale el truco y se cae con todo el equipo poniendo en grave peligro bien su dentadura bien su testicular e incluso en ocasiones ambas, que es cuando más risa nos da la cosa.
Estos son sólo unos pequeños ejemplos, pero revisen lo más obtuso de su mente y encontraran otras situaciones similares o peores: la señora gorda aquella de la boda, el discurso de aquel borracho con su familia avergonzada, las braguetas abiertas, las medias rotas… es hora de admitirlo: somos malos, al menos de vez en cuando.
09 septiembre, 2005
Crónicas postveraniegas: pequeñas y placenteras maldades
Posted by Unknown at 7:16 p. m. Menéame
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