25 diciembre, 2005

Crónicas navideñas: frío polar en Benivente

No, no me refiero a que estemos hoy helados hasta los huesos, hace un día de invierno la mar de agradable por aquí y luce un tibio y acogedor sol invernal, lo que quiero es recordar y contarles como eran las navidades en Benivente hace años, puede que no blancas, pero sí más heladas que las playas de Groenlandia.

El problema, por llamarlo de algún modo, nacía de dos factores completamente independientes pero que trabajaban en común para lograr que tuviésemos más frío que los toreros en la feria de Colmenar Viejo: en primer lugar las descomunales dimensiones de la casa de mis abuelos en Benivente, tan grande que fue construida para albergar un molino de grano y la vivienda de los molineros, que eran ellos; y en segundo y dramático lugar la tacañería cabezona de mi abuelo, al que no le salía de la testicular comprar una catalítica, por ejemplo, que quieran que no algo hubiese ayudado a atemperar los rigores invernales.

Así las cosas, el panorama era el siguiente: una casa de algo más de 250 metros cuadrados de planta en cuyo segundo piso se encontraba la un tanto destartalada vivienda. En una (repito: una) de sus enormes habitaciones, que era un no muy ordenado amontonamiento de cosas, una estufa de leña de hierro fundido de un ridículo palmo de diámetro. Junto a ella mi abuelo, alimentándola apropiadamente y manteniéndose confortablemente calentito.

El resto de la casa era el espacio más radicalmente opuesto al infierno que ustedes puedan imaginarse. En las habitaciones “disfrutábamos” del mínimo calor que nos ofrecía un pequeño fogón, de esos pensados para la mesa camilla y en los que una solitaria resistencia eléctrica no resultaba demasiado eficaz si no era para descoyuntar la factura eléctrica de esos días.

La cosa alcanzaba su punto máximo a la hora de la ducha, esa placentera costumbre que en la Siberia beniventina se convertía en una refinada tortura que irremediablemente tendía a espaciarse en el tiempo más allá de lo habitual, limitándose a una cita con la higiene a celebrarse en el último momento, cuando ya no era posible postergarlo más.

Otro momento entrañable era irse a la cama, entre unas sábanas de puro hielo y bajo el peso de media docena de mantas. Como en el catre no podíamos meter los pequeños fogones (que por otra parte bastante hacían con intentar desenfriar la habitación) teníamos unos artilugios ad hoc que eran una especie de botellas que se conectaban a la red eléctrica y se metían a los pies de la cama como se mete la cola de rape congelada en el microondas. Apoyando los pies en el susodicho artefacto, al que por alguna razón que se me escapa mi abuelo llamaba “chiquet”, chiquillo en valenciano, uno acababa por conciliar el sueño.

Entre unos apaños y otros se iba soportando la cosa más mal que bien, nos resfriábamos todos los años y discutíamos con el abuelo preguntándole por qué coño no compraba ninguna estufa más, invariablemente él respondía “yo no tengo frío”, socarrón y calentito junto a su hornillo de hierro fundido.

Hoy, años después de que se marchasen el abuelo y algunos más tenemos más estufas y somos menos para disfrutarlas. No hace tanto frío en mi casa de Benivente (será por lo del calentamiento global) pero es difícil encontrar el calor navideño de entonces.

Hay cosas para las que no es bueno hacerse mayor.

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