08 noviembre, 2005

Toque de queda en Francia, toque de alarma en Europa

Después de 12 días de violencia callejera, de un asesinato y de destrozos por un valor incalculable en propiedades privadas y públicas el gobierno francés se ha decidido a tomar las medidas necesarias para que aquellos Prefectos (algo así como los Gobernadores Civiles de aquí, creo) que lo estimen oportuno puedan decretar el toque de queda.

Puesto que desde el inicio de las algaradas la policía ha sido incapaz de ponerles freno tenemos que tomar esta como la primera iniciativa seria para acabar con los disturbios, aunque lo más probable es que siga siendo insuficiente. La pregunta para mí es evidente: ¿por qué se ha esperado tanto?

No voy a entrar a dilucidar todas las causas de esta revuelta, aunque tengo algunas ideas al respecto me parece una tarea tan grande que no es posible resumirla en un único articulillo de un modesto blog como el mío; hoy sobre lo que quiero reflexionar es sobre algo de lo que ya hablábamos por aquí hace unos días: ¿por qué las sociedades europeas somos incapaces de defendernos por nosotras mismas? Es más: ¿por qué las sociedades europeas somos incapaces de defendernos de nosotras mismas?

Casi todas las corrientes políticas (o al menos las más poderosas) admiten o defienden que una de las funciones primordiales del estado es defender a sus ciudadanos. Asimismo, creo que nadie con un mínimo de honestidad intelectual podrá negar que el tamaño de la maquinaria estatal en los distintos países de Europa es importante, algunos lo calificaremos de gigantesco y desproporcionado, otros de insuficiente para cumplir con muchas de las funciones que pretenden asignarle, pero no me parece que se pueda defender seriamente que el estado no es lo suficientemente grande como para defendernos.

¿Qué es lo que falla? Obviamente es un problema de eficacia, pero ¿qué hace que los estados sean ineficaces en una de sus principales labores (la principal bajo mi punto de vista)? En mi opinión hay dos razones de fondo para ello: en primer lugar el desprestigio de la fuerza legítima. La fuerza debe ser el último recurso, de acuerdo, pero es un recurso que se ha de usar y, sobre todo, que es legítimo usar en determinados momentos: cuando peligra un bien mayor como la libertad, cuando es necesario para imponer la justicia o, finalmente, cuando sin un uso legítimo de la violencia se impondrán los que hacen de ella un uso ilegítimo. Pero en una Europa cada vez menos católica la fórmula de poner la otra mejilla tiene cada día más éxito, aunque hemos olvidado que el consejo de Jesucristo no era para las sociedades sino para individuos (e individuos con una concepción muy espiritual de la existencia, por así decirlo).

La segunda razón es que nos hemos perdido el respeto. Una sociedad rica y con niveles de instrucción aceptables (elevadísimos si comparamos con otras sociedades o con otros momentos históricos) debería ser consciente de que tiene determinadas flaquezas, pero también de que ha aportado al mundo alguna de las cosas más importantes de la historia de este pequeño planeta: los derechos humanos, el sistema político y económico que nos hace más ricos y más libres, logros sin igual en todos los campos científicos y artísticos…

No todos los sistemas son iguales, no todas las civilizaciones son iguales, Occidente es una idea que merece la pena defender, que merece la pena que nos defendamos: no tenemos porque pedir perdón a nadie ni por ser lo que somos ni porque ellos sean lo que son. Y sobre todo: nadie tiene derecho a exigirnos que cambiemos, y mucho menos si es a peor.

Ahora solo falta que los franceses se den cuenta, que los europeos nos demos cuenta.

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